Wednesday, September 17, 2008

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1. Le gustaba quemar los muslos de sus muñecas, morderlas hasta dejar marcado el plástico. Luego las vestía, cubría las partes donde algo había sido arrancado, quemado, señalado por la violencia. Jugaba con ellas como si nada hubiera pasado, como si ella misma no hubiera sentido el goce de sentir que algo es tomado a la fuerza, transfigurado, y, finalmente, ocultado con un pedazo de tela, disimulado con accesorios. La mujer aprendió bien la lección, una lección que ella misma procuró para sí, para el posterior mercadeo de la carne (la suya). La mujer ha sido marcada por sus amantes, y, sin embargo, todas las veces ha sabido disimular con una sonrisa, con alguna frase grosera que sólo el deseo le ha podido meter en las entrañas (una frase vacía de tan lúbrica). Ha aprendido a vestirse, lentamente, a salir por la puerta de atrás sin ser vista, o, en su defecto, a quedarse tumbada en la cama del otro, a compartir el aliento y la caricia, el calor del cuerpo que se va quedando frío de tan solo.

No ha dejado de repetir, desde la más temprana infancia, aquel ritual, aquel juego terrible.

2. Una escena:

Una niña de cinco años, que juega en el piso del patio trasero de su vecino, ha logrado que el perro de la casa ponga sus patas delanteras sobre sus hombros. El perro no entiende y se aparta. La niña tampoco entiende por qué ha querido ser montada por el perro y, sin embargo, la imagen permanece en ella a pesar de los años. Ahora, ella cuenta el episodio una y otra vez a sus amantes. Ellos no entienden y se apartan: la niña se queda sentada en el piso, esperando, en algún patio trasero.

3. Despertamos juntos, boca con boca, cuerpo con cuerpo. Su voz repite sin decir aquellas tardes, las de la casa paterna (su casa), y tiembla (a veces llora). Mi cuerpo también se estremece por aquellos recuerdos.

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